Solos en América, los niños de la guerra en Estados Unidos
por Pablo Portales
Estos relatos narrados por la memoria de 18 hijos de republicanos, al promediar la primera década del siglo XXI, nos llevan por sus propias huellas dejadas siendo niños, sobrevivientes a una dramática travesía de tres o cuatro años, antes que sus madres (en su mayoría) hicieran un acto de coraje por su desprendimiento y de amor a sus vidas al autorizarlos a embarcarse a Estados Unidos, estos relatos, además, nos llevan por los trajectos que fueron abriéndose siendo niños, jóvenes y adultos en el país de acogida.
Los Niños de Estados Unidos recuerdan a más de 60 años de distancia. Sus memorias, de adultos mayores, invitan a que recorramos las rutas a que se vieron forzados seguir a causa de la guerra. Viajes arduo, sin tregua, con la compañía ininterrumpida de incertidumbres sin límites. Asimismo nos implican en sus recuerdos, trayectos difíciles y fragmentados por la irrupción de dolores aferrados en el inconsciente o por lagunas de desmemorias irrecuperables de cada uno.
Todos parten de diferentes lugares: pueblos, suburbios, campos. Lo hacen de improviso, a pié o en carretas tiradas por un animal o camiones militares o coches; como se pueda, enfilando hacia la frontera con Francia, por los pirineos aragoneses, por el mar cantábrico o por carreteras o valles catalanes. Rutas difíciles, entorpecidas por la presencia invisible o manifiesta del enemigo.
Los Ribares caminaban de noche y se escondían de día por las solitarias montañas del Alto Aragón; los Ruiz detenían secamente la carreta en la ruta a Girona por la metralla aérea; el niño Corsino despertaba aterrado en las bodegas del barco carbonero que lo llevaba a Bordeaux por el cañoneo del crucero Almirante Cervera.
Dispersos por localidades francesas: refugios, colonias o campos vigilados, los niños juegan, estudian a veces, pasan hambre, sobreviven en una Francia sumida en la guerra. Un grupo, 40, llegaron por diferentes vías a La Rouvière, una colonia de niños de la guerra, donde los cuáqueros prepararon su travesía a América, con la autorización de madres doblegadas por la precariedad.
Los religiosos afincados en Europa consiguieron, con el patrocinio de Eleonor Roosevelt, un espacio para hijos de republicanos españoles, menores de 13 años, en el plan de salvar niños, especialmente judíos. Corría 1942 cuando embarcaron en Marsella hacia Casablanca y luego a Nueva York, una travesía penosa, tediosa y sobre todo insegura por la presencia submarina de los alemanes.
Los cowboys, las películas, los rascacielos y la comida, sí, la mucha comida estaba en el imaginario de niños asombrados a su llegada a la gran ciudad de Nueva York. Todas sus memorias evocan como los meses más felices de sus vidas los meses de estancia en el Bronx. La Fundación Gould desplegó una atención deslumbrante para niños traumatizados por una guerra catastrófica.
Tras semanas o meses eran enviados a familias u orfanatos. Comenzaba una vida segura de que el frío no se colaría en sus habitaciones, de que el hambre no se radicaría en sus estómagos, de que el cansancio no fatigaría sus cuerpos, de que el miedo no se apoderaría de sus ánimos. La vida se estabilizaba en un habitat protegido, apto para cultivarse en el estudio y en la naturaleza de las granjas, los bosques y de las ciudades.
Una acogida generosa que les permitió poner sus pies en tierra y proyectar sus vidas. Todos estudiaron, algunos descuidaron el idioma castellano, varios hicieron el servicio militar y forjaron una profesión u oficio. La mayoría adoptó el estilo de vida americano, independiente, viajes, con mucha mobilidad residencial, formaron la propia familia, algunos se divorciaron. En una palabra se hicieron estadounidenses de origen español.
La mayoría, después de años, se reencontraron con su familia, algunos volvieron a reconocer su tierra originaria de la que fueron arrancados de improviso. José Ribares llegó a los pies de la tumba de su padre, donde lo fusiló un Guardia Civil, en el monte, a las afueras de su pueblo, Loporzano, antes de arrancar al exilio, o Corsino Fernández que viajó sin saber el nombre de su pueblo, luego que su padre olvidara apuntarlo en el papel que le introdujo en el bolsillo antes de subirse al camión que lo llevaría a Musel, el puerto de Gijón, rumbo a Francia.
Los Niños de Estados Unidos, ignorados, rescatan y dan vida a sus experiencias alojadas en sus propias fosas. Unas historias que recorren páginas para que sean leídas y no queden enterradas por la implacable maquinaria de olvido. Los testimonios suscitan, en algunos pasajes, que el lector se incorpore vitalmente a los trayectos de los niños, al estar la trama sostenida básicamente en el recuerdo espontáneo de cada uno.
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