La exposición y el libro «Gijón bajo las bombas» muestran el sufrimiento de la ciudad en sus quince meses de Guerra Civil, cuando fue el objetivo con más ataques aéreos en el frente Norte
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Siete días más tarde, el crucero «Almirante Cervera», uno de los buques mejor dotados de la Armada, recortó su perfil gris naval en la bahía de San Lorenzo. Los sublevados acababan de hacerse con el mando de la nave en los diques de Ferrol, tras reducir a la tripulación mayoritariamente fiel a la legalidad republicana. Sus ocho cañones de 152 milímetros, capaces de disparar proyectiles de hasta 45 kilogramos de peso, se ensañarían con la ciudad día y noche, hasta el 4 de agosto de aquel primer año de Guerra Civil. Otro navío, el acorazado «España», se sumaría esporádicamente a aquellos ataques. Los gijoneses no volverían a mirar el cielo con tranquilidad en mucho tiempo, durante los quince meses que duró la contienda en el Norte, hasta la entrada de las tropas franquistas el 20 de octubre de 1937.
Quince meses de muerte y destrucción. Gijón fue la ciudad del norte español más largamente bombardeada. No llegó a ser arrasada como Guernica, que se convirtió en un símbolo internacional cuando Picasso decidió hacer de aquella infamia una de las obras más tremendas de la historia de la pintura; tampoco las imágenes de sus cascotes fueron tan divulgadas como las de Oviedo, con uno de los frentes de guerra más duros; ni siquiera ha entrado en la lista de comparaciones con otras localidades asturianas, como Cangas de Onís, minuciosamente devastada por el fuego aéreo. Y, sin embargo, los gijoneses sufrieron el mismo terror, los mismos rigores, las mismas inquietudes y desazones que millones de víctimas en aquellos y posteriores años: de Madrid a Bagdad.
Un miedo justificado que se acrecentó a partir del verano de 1937, cuando la temible y venenosa Legión Cóndor incluyó en su particular mapa de la destrucción española las coordenadas de Gijón, una ciudad que entonces tenía unas 60.000 personas (85.000 en todo el concejo) y que era retaguardia. Los ataques aéreos sobre la población y su puerto, El Musel, fueron casi diarios desde la toma de Santander por el ejército sublevado. Tras los acuerdos entre Franco, Hitler y Mussolini, la aviación nazi hizo de los cielos y las ciudades españoles el gran ensayo general para la estrategia de destrucción aérea que ejecutaría poco después, en la Segunda Guerra Mundial, sobre decenas de urbes europeas. Gijón fue uno de los campos de pruebas, uno de los matraces de aquel letal laboratorio. Por primera vez en la historia se firmaron órdenes sistemáticas de bombardear a la población civil. El terror de los no combatientes se convirtió en un arma de desmoralización, en una nueva y eficaz trinchera.
La exposición «Gijón bajo las bombas», que se inaugura mañana en la Biblioteca Jovellanos, rememora a través de cien fotografías -la mayoría de ellas del valiente y sutil reportero que fue Constantino Suárez- aquellos quince meses en los que Gijón fue pertinazmente bombardeada. La proyección de una película de cuatro minutos de duración permite recrear, desde la perspectiva de la población civil, un ataque aéreo.
La muestra se completa con una publicación homónima en la que el historiador Héctor Blanco, colaborador de LA NUEVA ESPAÑA, relata los extremos de aquellos días. Su investigación, que incluye los testimonios de algunos de los testigos supervivientes de aquel tiempo, permite reconstruir uno de los capítulos menos conocidos de la Guerra Civil, solapado por otros acontecimientos que han tenido mayor atención investigadora. La culminación de estos trabajos ha sido posible por el apoyo de la concejalía de Memoria Histórica y Social, de la que es responsable Jesús Montes Estrada, y del Ateneo Obrero.
«Trato de ponerle cara al sufrimiento, de mostrar a los jóvenes que las guerras no son un videojuego, de que los bombardeos que ven por televisión pueden ocurrir también en su ciudad y a su familia», asegura Héctor Blanco. El investigador propuso las líneas este trabajo a finales de 2009, aunque la idea empezó a prender mucho antes, en 2002, cuando, a raíz de una exposición para la Empresa Municipal de Aguas (EMA). apareció una carpeta con planos de refugios gijoneses, entre ellos, el proyecto para el de Cimadevilla. Al preparar la historia de la obra pública municipal, el historiador se dio cuenta de la necesidad de explicitar la causa por la que se habían construido aquellos refugios para la población civil. Setenta y cinco años después de aquel primer bombardeo sobre Gijón, empezamos a tener un relato fiable de aquellos hechos, avalado, además, por algunos testimonios del máximo interés. Es el caso, por ejemplo, de los que aporta el veterano periodista Juan Ramón Pérez Las Clotas, o el del histórico comunista Manuel García, «Otones».
«La información que he reunido es una muestra de la guerra moderna. Los conflictos bélicos de las últimas décadas se plantearon a partir del sufrimiento de la población civil, con experiencias como las que vivieron los gijoneses durante aquellos quince meses», indica Blanco. Será muy difícil, por no decir imposible, establecer cuántas víctimas provocaron aquellos bombardeos. Tampoco es el objetivo de esta publicación, que incluye una cronología de los sucesos y otros documentos de interés, incluida una reproducción de «El refugio», un cuadro pintado por Piñole en 1937 que refleja el angustiado compás de espera de catorce personas en un portal de vecindad. Es una escena que le debía resultar familiar al artista en aquellos días. «Un solo muerto ya sería demasiado», dice el historiador. Aun así, sabemos que en un primer gran bombardeo verificado el 14 de agosto de 1936 hubo 54 muertos y unos 100 heridos. «El asunto central es hacer ver la crueldad de este método de ataque, que se generalizaría posteriormente», subraya.
La defensa antiaérea era escasa, así que las autoridades republicanas afinaron, aprovechando el tupido tejido fabril de la ciudad, un sistema de sirenas y se aplicaron a establecer una red de refugios. Tampoco los cazas gubernamentales, incluidos los «chatos» o «moscas» de fabricación soviética, llegados a Cartagena en octubre de 1936, podían hace frente con demasiadas esperanzas de éxito a la superioridad tecnológica de los aparatos de la Legión «Cóndor», con sus «Messerschmitt 109», los «Dornier 17» o los «Heinkel 111». Para colmo, hasta cuatro cazas republicanos se estrellaron consecutivamente en la Ería del Piles, según cuenta Blanco, tras despegar del cercano aeródromo de Las Mestas. Aun así, algunos aviones nazis, capaces de arrojar bombas de 250 kilogramos de peso, fueros abatidos.
La exposición no sería posible sin las poderosas imágenes de Constantino Suárez. «Es una herencia de todos, un material gráfico de importancia capital», afirma Blanco, para quien el fotógrafo gijonés, nacido en 1899 y fallecido en 1983, «era consciente de la necesidad de reflejar todo aquello». «Se ve que quiere dejar constancia, tira rollos y rollos de película sabiendo que ya no podrá publicar esas fotos; está en todas partes, donde hay daños, donde hay víctimas, y se ve que tenía la clara noción de que aquellas imágenes llegaran a mostrar una población indefensa». El gran reportero de guerra que fue Constantino Suárez está en cada una de esas fotografías. Setenta y cinco años después aún nos hablan con fuerza de aquel tiempo atribulado.
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