Luis García Montero (Granada, 4 de diciembre de 1958) es una de las principales figuras de la actual poesía española. Autor de más de 25 poemarios, recibió el Premio Adonais en 1982 por El jardín extranjero, el Premio Loewe en 1993 y el Premio Nacional de Literatura en 1994 por Habitaciones separadas. En 2003, con La intimidad de la serpiente, obtuvo el Premio Nacional de la Crítica. A lo largo de su vida, García Montero también ha publicado ensayos, es autor de ediciones críticas de poetas como Federico García Lorca o Rafael Alberti y tiene en su haber obras de prosa como la novela Impares, fila 13, escrita junto a Felipe Benítez Reyes, además de haber colaborado en prensa de forma asidua.
Nuestras últimas cartas
Pocas cosas producen tanta emoción histórica como la lectura de las últimas cartas escritas, horas antes de su ejecución, por numerosos republicanos. Las palabras conservan el calor de un tiempo en el que la conciencia de la historia y la dignidad personal estaban unidas a la política. Dispuestos a no caer en la desesperación, con un pudor discreto que conmueve mucho más que un grito, los condenados pretendían ofrecer un testimonio de decencia. Las víctimas consolaban a sus familiares y a la vez arrojaban una botella al mar del futuro. El futuro y la decencia eran todavía para ellos artículos de primera necesidad.
Amós Acero, alcalde republicano de Vallecas, fue ejecutado el 16 de mayo de 1941. Esa misma madrugada escribió a su mujer y a sus hijos: “Me voy del mundo con la satisfacción y el orgullo de haber cumplido con mis deberes, sin daño y sin quebranto de nadie. Sembré el bien por doquier hasta entre mis adversarios. Sentid también vosotros este digno orgullo mío y que él sea el lenitivo que enjuague vuestras lágrimas y ahuyente vuestra pena. No me duele morir siendo inocente, lo doloroso sería morir culpable… Ya vendrán para vosotros y para todos mejores días y mi nombre de sacrificado recuperará el rango moral que me pertenece y no habrá logrado manchar nadie”.
Un poco antes, el 26 de septiembre de 1939, ejecutaron a Javier Bueno, el director del periódico socialista Avance. Pasó sus últimos días dando clases de gramática en la cárcel. A su hija Conchita le hizo llegar una carta la noche anterior al cumplimiento de la sentencia: “Tranquilidad y cuidad, sobre todo, a madre. Sois vosotros mi vida y de vosotros depende que sobrelleve mejor o peor estos días difíciles… Ya sabes que te tengo encargado que no creas que me han ahorcado hasta que te lo diga yo”.
El deseo de cuidar a los otros los acompañó en las horas más duras. El 29 de enero de 1940, soportando una pena de muerte que se conmutó por una inútil gracia de cadena perpetua, el poeta comunista Miguel Hernández envió desde la cárcel a su mujer 25 pesetas: “No las necesito, y aunque las necesitara, prefiero que compres con ellas cosas que le gusten a mi hijo… No se te ocurra mandarme nada. Otra vez hay pan en abundancia, y si no fuera por las duchas que me doy cada mañana, estaría como un cerdo”. Faltaban pocos meses para que las condiciones extremas, el hambre y el frío, urdieran su muerte, a través de una tuberculosis que ninguna autoridad se molestó en remediar con los cuidados necesarios. No hizo falta apretar el gatillo para ejecutar a muchos presos.
A Eugenio Mesón, sí. Militante de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), fue fusilado con otros compañeros el 3 de julio de 1941. Su mujer, Juana Doña, recibió este consejo: “En tu vida próxima encontrarás muchos buenos compañeros. No renuncies a la posibilidad de que renazca en ti una nueva pasión que llene tu vida como llenó la mía. Y si esto ocurre sólo os deseo que seas tan dichosa como lo fuiste conmigo”. Este sentimiento resultaba inseparable de otro: “Muero orgulloso de dar la vida por mi pueblo… El saber que he cumplido con mi deber… me da alientos sobrados para enfrentarme al piquete”.
Dionisia Manzanero, una de las Trece rosas, las muchachas ejecutadas el 4 de agosto de 1939, advirtió a su familia: “Pero tened en cuenta que no muero por criminal ni ladrona, sino por una idea”. Su amiga Julia Conesa, terminó su carta con un ruego: “Que mi nombre no se borre en la historia”. Escribió la palabra historia sin hache, le falló la ortografía, pero supo escribir bien, tenía cosas que decir y un deseo de testimonio: “Salgo sin llorar… Me matan inocente, pero muero como debe morir un inocente”.
Algunas veces los verdugos no dieron tiempo para escribir una carta. Al hermano mayor del poeta Ángel González, Manolo, lo sacaron una mañana en autobús, le pegaron un tiro y lo enterraron en una fosa. Fue una práctica común, un modo de facilitar el olvido con alevosía y premeditación.
Pero ahora, cuando hay tantos políticos que pierden la dignidad ante una cuenta de banco, merece la pena recordar un tiempo de entereza personal y pública ante la muerte. Fue una actitud inseparable de la decencia alegre y escrupulosa ante sus vidas. Ya es hora de que este país acuse recibo y conteste a sus cartas. ¿Es que sólo siguen vigentes los sellos de Franco?
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